martes, 29 de abril de 2008

Los Sofistas

Liceo Domingo Santa María

Depto. De Filosofía/ G.V.P./

APOGEO DE LA FILOSOFÍA

LOS SOFISTAS

Hipócrates, hijo de Apolodoro, llegó una madrugada corriendo a casa de Sócrates, aporreó la puerta con su bastón y entró en tromba gritando: “¡ Sócrates !, ¿ Estás despierto o duermes aún ? ¡ Protágoras está en Atenas !”

¿ Quién era Protágoras? El mayor sofista de su tiempo. En su acepción actual, la palabra sofista designa a un hombre que con igual facilidad puede probar la verdad que la falsedad de la misma afirmación. Esta definición no vale, desde luego, para los primeros sofistas. Con el tiempo, sofista, lo mismo que tirano, adquirió un sentido peyorativo que no tenía en su origen. En realidad, el vocablo significa “sabio”. En la época de Pericles hubo en Atenas y en otras ciudades griegas profesores de filosofía que se apodaban ellos mismos sofistas. Protágoras era uno de ellos. La significación intelectual de los sofistas fue enorme; hicieron posible que la ciencia se divulgara, enseñando a pensar al pueblo. El nuevo período iniciado por ellos es una época de intensa vida intelectual, semejante a la corriente cultural que hizo del siglo XVIII el siglo de “ las luces”.

La escena del joven Hipócrates que avisa a Sócrates lleno de felicidad y emoción la llegada de Protágoras, nos da una idea de la enorme fama de los sofistas en la ciudad. Platón, el célebre discípulo de Sócrates, relata este suceso en uno de sus diálogos.

Al levantarse el día se fueron a casa del rico ateniense, que había invitado a Protágoras. El gran sofista paseaba por la antecámara conversando con su anfitrión, dos hijos de Pericles y otros tres personajes. “Una multitud seguía sus pasos y bebía sus palabras – dice Sócrates --. He disfrutado observando a esta gente; cada cual evitaba estorbar el paso a Protágoras”.

En diversas estancias de la casa había otros sofistas, rodeado cada uno por un grupo de admiradores. Al contrario de los filósofos de la escuela Jónica que, encerrados en su torre de marfil, trataban de desentrañar los enigmas de la existencia, los sofistas tendían a enseñar conocimientos y filosofía útiles para la vida. La utilidad fue siempre el fundamento de su actividad. En ello radicaba, por una parte, la fuerza de este movimiento, pero, por otra, la causa principal de su decadencia. Para los griegos, la ciencia práctica más importante era el arte de discurrir, la retórica. El pueblo heleno gustaba de los buenos discursos; quien sabía manejar bien la palabra conseguía oyentes. En uno de los diálogos de Platón, un sofista afirma que la retórica da al hombre el poder de reinar sobre los demás y hacer de ellos sus esclavos.

“El comerciante que acumula dinero – dice el sofista – no recoge para él, sino para otro, para quien domina la palabra y puede persuadir a las masas. Pues, en verdad, no hay asunto que no pueda ser tratado por un orador ante el pueblo con más persuasión que por cualquier otro especialista. Tan grande es el poder de la elocuencia”.

Gracias a su dialéctica, Protágoras se vanagloriaba de “ convertir el argumento más débil en el más sólido”. Ninguna idea científica o convicción está tan vigorosamente sistematizada que no pueda ser pulverizada por la fuerza mágica de la elocuencia. Protágoras hace observar que “cada cosa es susceptible de dos interpretaciones distintas y las dos capaces de defenderse a la vez”. La verdad absoluta no existe; sólo hay “opiniones” y “maneras de ver”.

Aunque los sofistas ponían por las nubes el arte del bien hablar, estaban convencidos, sin embargo, de que este arte producía sus mejores frutos cuando se acompañaba de conocimientos suficientes. Así, los sofistas dignos de tal nombre se preocupaban de dominar todas las ciencias, para enseñar a sus alumnos a hacerse buenos ciudadanos. Además, para satisfacer el ansia de saber, que crecía sin cesar, se necesitaban hombres versados en muchas materias.

Sin embargo el movimiento sofista se atascó luego en apariencias de conocimientos más que en lograr un saber real; su técnica derivó muy pronto en una manifestación de la retórica. El sofisma degeneró en argucia abogadil y en pirueta verbal. “¿La enfermedad es buena o mala ?”, preguntaban los sofistas, y cuando les contestaban que la enfermedad era mala respondían con aire de triunfo: “ ¡ No, para el médico no !” “¿Es una desgracia la muerte?” “No, por cierto, para quien vende ataúdes”. Y tenían preguntas tan tortuosas como éstas: ¿ Se miente cuando uno no dice la verdad, pero no la oculta ?

Los sofistas de esta categoría sentían especial afición en explicar las cosas más opuestas.

Un ejemplo de la habilidad de los sofistas para demostrar el absurdo: “aquello que tuve y ahora no tengo, lo he perdido. Tenía cinco dracmas, pero no tengo ya los cinco dracmas porque acabo de hacer una compra que valía dos dracmas. Si ya no tengo los cinco dracmas que tenía al principio, sino sólo tres, he perdido los cinco dracmas. Pues, lo que se poseyó y ya no se posee, se ha perdido; que es lo que queríamos demostrar”.

“¿Has cesado de pegar a tu padre?”, preguntaban a veces. Si alguien respondía que sí, confesaba haber pegado a su padre; si la respuesta era negativa, los sofistas abrumaban al imprudente con este veredicto: “¡ De forma que sigues portándote de manera tan escandalosa!”, como preguntaban de modo que había que responder sólo Sí o No, no existía posibilidad de aclarar: “Como no he comenzado a pegar a mi padre, no he podido cesar”.

No obstante, estas piruetas dialécticas tuvieron el mérito de provocar un constante avance en el conocimiento del lenguaje y de los procesos mentales discursivos, avance que culminaría en los tratados sistemáticos de Aristóteles sobre estilo literario, oratoria y lógica formal.

Este movimiento cultural, ya antes de su decadencia, tuvo que enfrentarse con uno de los espíritus más agudos y nobles de Grecia y aun del mundo entero.

Protágoras (485-411 a. de. C)

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